Honrar a los muertos: «El agua de la memoria»

El agua de la memoria

           Repito, quizá con demasiada frecuencia, pero sólo porque estoy convencida de ello que la guerra civil es un objeto historiográfico y la gestión de su memoria un asunto político. Pero si, los logros alcanzados (identificación de fosas y víctimas) por los movimientos civiles de la recuperación de la memoria de la represión franquista se deben, en parte, a la madurez alcanzada desde los años noventa por los estudios sobre la guerra civil y el franquismo no es menos cierto que la emergencia de estos movimientos civiles han estimulado la labor del historiador. Sus interrogantes han podido determinar ejes de busqueda y la expectativa de sus demandas han dado a nuestras investigaciones una proyección social que ha permitido que nuestro trabajo sea reconocido y valorado por grupos enteramente alejados del ámbito académico. Esto último me parece especialmente importante. Ahora que la temible ANECA, obliga a los profesores universitarios a publicar prácticamente para que sólo los lean los compañeros de profesión, la divulgación de la investigación histórica se reducirá a círculos cada vez más académicos. Por ello cuando el historiador se encuentra con que el resultado de su investigación en convergencia con otras realizaciones –no necesariamente historiográficas— se proyecta sobre las necesidades de los grupos que han alcanzado sus expectativas, siente que sólo entonces su profesión tiene sentido. En estos tiempos ingratos, ocurre muy pocas veces, pero pese a lo modesto de mi contribución en el asunto, así lo interioricé en el acto organizado por el Ayuntamiento de Istán por la memoria de las víctimas –de todas— de la guerra civil en aquel pueblo.

Marbella –entre sus muchas singularidades— tiene la de no haber aplicado aún –y ya no creo que lo haga— la Ley de la Memoria Histórica, como evidencia el hecho de que algunas de sus vías principales y parte del barrio de Miraflores, sigan ostentando nombres de las víctimas de la violencia republicana, es decir honrando y recordando las muertes de un sólo bando, lo que no es otra cosa que el reconocimiento de la existencia de que sólo hubo verdugos en el otro. Es cierto que a diferencia de la mayoría de los pueblos andaluces tampoco aquí han existido movimientos civiles de la memoria. Aunque es necesaria una mayor profundización en el estudio de los apoyos sociales al franquismo para explicar la inexistencia de una inquietud ciudadana por la recuperación de la memoria de la mayor matanza de civiles acaecida en los pueblos de la comarca durante la guerra, se puede aventurar que ello obedeció a que las políticas de integración de los vencidos en el nuevo régimen, en Marbella fue muy operativa. Hasta tal punto, que sólo aquí he encontrado varios casos en los que hijos y nietos de represaliados, prefieren que no se sepa que uno de sus ascendientes fue fusilado por rojo. De forma que en Marbella, las políticas memorialistas han partido no tanto de las familias afectadas como de la aplicación de políticas institucionales. Fue una asociación, llamada Mar y Tierra, impulsada por el PSOE, la que promovió el establecimiento como lugar de memoria de la tapia del cementerio, ello fue realidad bajo aquel poder de transición que fue la Gestora que sustituyó al depuesto ayuntamiento gilista. A aquel poder transicional, creo que Marbella le debe mucho, por lo menos la recuperación de una cierta dignidad y sobre todo de la esperanza de que las cosas aquí pudieran ser diferentes. Que esta esperanza, dado que se gobierna con los mismos y para los mismos apoyos sociales del gilismo, se haya frustrado no resta méritos a la Gestora.

La colocación de una placa con los nombres de las decenas de hombres que allí fueron fusilados entre los días 13 y 17 de febrero de 1937 fue fruto de una iniciativa política pero también de una ardua investigación porque si algo no había en Marbella eran deseos de hablar, y que conste, que los que a mí más me ayudaron fueron personas de familias próximas a quienes habían ganado la guerra que nada esperaban de una colaboración –que siempre agradezco— totalmente desinteresada. Fueron meses de rastrear en el Registro Civil y de aislar las causas de muertes que bajo la apariencia de la corrección administrativa escondían el asesinato. No era en aquellos años la pretensión del historiador sino la de conocer la naturaleza de la violencia, pero la mañana que aquellos nombres, de hombres de Marbella, de Ojén y de Istán tuvieron lápida sobre su tumba de igual manera que en varios panteones próximos las tenían sus oponentes, sentí que el trabajo del historiador aunque a menudo se dude, tiene sentido.

He asistido desde un compromiso personal, amén de las obligaciones profesionales, a muchos actos memoralistas, pero ninguno me ha conmovido tanto ni le ha dado tanta significación al resultado de la investigación como el de la presentación del libro, El agua de la memoria, de Miguel Ramos Morente, organizado por el Ayuntamiento de Istán.

Historia y Memoria no son términos coincidentes pero pueden compartir métodos y objetivos. El autor del El agua de la memoria ha sabido convertir la fuente oral en documento historiográfico y que lo exprese desde un discurso literario no le resta validez, al contrario la evocación del momento y las circunstancias históricas desde el ámbito de lo personal, de las vivencias y de las emociones es precisamente la dimensión que el testimonio añade al conocimiento histórico. Sabíamos de la detención de los hombres de Istán, de su paso por la cárcel, de los Consejos de Guerra, de sus condenas y de su destino final, unos en la fosa que ahora es tumba, otros en el cementerio de Estepona. Y antes de que esta memoria fuera recuperada, hubo de aquel pueblo otros destinos fatales, el de los que unos meses antes habían sido asesinados en la cárcel de Málaga, durante la etapa republicana de la guerra. Pero esos nombres que para el investigador son nombres, en El agua de la memoria durante unas horas cobraron vida y fueron de nuevo hombres. Hombres que tenían rostro, que habían bailado en las ferias de San Miguel, trabajado en los campos, se habían casado y habían tenido hijos, oímos sus palabras en un contexto más cotidiano que político, más personal que colectivo y sentimos su miedo camino del paredón y el dolor del alambre en sus muñecas. Era la historia hecha relato, tanto más valorable dada la abusiva, perniciosa y errónea tendencia a considerar como Historia Oral cualquier información sobre el pasado recogida sin los más básicos instrumentos de un método que ha hecho escuela pero que defectuosamente utilizado ha convertido la fuente oral en chismorreo.

Quizá, el mayor mérito del El agua de la memoria es que fue presentado como lo que era un conjunto de textos memorialistas. Por desgracia, nos estamos acostumbrando a admitir como Historia lo que ni lo es ni está hecho por historiadores. Asistimos, a nivel local a una vulgarización tal del término Historia que tememos que ello afecte a la esencia de la disciplina y no me refiero a que sea banal la producción historiográfica que no es académica ni a que no hagamos una historia divulgativa, sino a que sepamos establecer la diferencia entre la Historia y las historias, independientemente de la categorización del sujeto histórico, sea héroe o villano, o “commune people”, en este último caso. Pero por fortuna, en El agua de la memoria no existe tal confusión porque no existe otra pretensión que la de ser memoria viva, el buen hacer de Miguel Ramos ha convertido la memoria en fuente y por tanto en instrumento de análisis y es ahí donde se anuda la inevitable y a veces complicada relación entre el activismo por la recuperación de la memoria y el hacer del historiador.

El agua de la memoria, nos fue llegando a través de varios narradores de los que no conocimos más que su nombre y su voz. Un alarde de discreción y elegancia que nos reconforta tras las empalagosas presentaciones que a veces tenemos que soportar y que fue un mérito de la organización que dotó a la presentación del libro de la particular excepcionalidad que lo hizo tan entrañable. No sólo porqué esta vez, si fue en verdad – que no en todas las ocasiones lo es— un acto de concordia. En lugar de bandera alguna, el grito de una figura picassiana, en el lugar de lamentación o resentimiento, un dúo de violonchelo; en lugar de reclamaciones, el llanto contenido que vi en algunos rostros contraídos y sobre todo la satisfacción por la culminación de un anhelo que nada tiene que ver con la venganza. En Istán, me dio la impresión de que los muertos van a ser enterrados en paz y con alegría.

9 comentarios en “Honrar a los muertos: «El agua de la memoria»

  1. Me gusta tu comentario, Lucia. Como siempre hablas desde el conocimiento y la razon. estuve un rato en el acto de presentacion. Te vi a lo lejos y no pude saludarte porque tuve que salir del acto antes de tiempo. Un saludo y a ver si salen mas oportunidades culturales como esta

  2. Es la primera vez que entro en tu blog y me alegro bastante porque el artículo me parece estupendo. No puedo créeme que aun en el siglo XXI haya personas que se avergüencen de la orientación política de sus antepasado más inmediatos. El libro tiene que estar genial tal y como lo habéis presentados, ellos en Istan y tu en este blog, tengo que procurármelo.
    Yo soy de San Pedro pero los orígenes de mi padre están en Marbella e Istan y he oído desde niña que a mi padre no lo querían en casa de mi madre porque uno de sus tíos ajusticio a un cuñado de mi abuelo materno, aunque al final esa anécdota no consiguió romper el noviazgo.
    Enhorabuena y saludos

  3. Comparto contigo el preciso análisis que haces sobre memoria e historia, Lucía. Qué difícil es recorrer esa delgada línea sin hacer bandera y sin caer en oportunismos académicos o políticos.
    Conozco a Miguel desde hace ya bastantes años, y puedo asegurarte que su vida y su trabajo son reflejo de su testimonio ante la vida. Por supuesto también lo son sus libros, que derrochan fuerza y sensibilidad, delatando la poesía que esconde todo lo que hace. No dejes de leer «Días de plomo», un asombroso trabajo sobre los días más duros de Mollina, su pueblo.
    Me encantó saludarte en Istán, Lucía. Compañera, profesora e investigadora. Un beso y hasta siempre.

  4. No soy republicana , ni nacionalista ni sus muertos a caballo , soy nieta de dos personas , las cuales se nombran en este puñetero libro , y soy hija de una hija de ellos que se pregunta dentro de su indignación que quien les ha dao permiso para poner sus nombres ni hablar de sus vidas , las cuales no les pertenecen a nadie a excepción de nosotros, su familia . Cansada de tantas tonterías y tanto recuperar la historia , dejas los muertos en paz y preocuparos de aquellos que no entienden de política y pasan necesidades .

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